dijous, 17 de desembre del 2015

2303-TRAS EL 20-D

ME GUSTARÍA pagar los impuestos justos para mantener el estado de Bienestar y unos servicios públicos adecuados y no para costear la ineficacia o la corrupción de algunos gobernantes. Hablo de los aeropuertos sin usar, de las autopistas de peaje que ahora hay que rescatar, de las ¿miles? de rotondas con sus correspon­dientes ¿miles? de monumentitos, de los cientos de miles de subvenciones a los amiguetes, de los sobrecostes de casi cualquier contrato público. Me refiero a los cientos de empresas públicas que nacen al amparo de ministerios, consejerías y ayuntamientos, que se nutren de personal mucho mejor pagado que los funcionarios -más gasto- y se perpetúan así en el tiempo. Hablo de las televisiones públicas sobredimensionadas que necesitan el doble de presupuesto que una privada para llegar a la mitad de lo que alcanzan éstas.

Me gustaría que lo que pago por los servi­cios básicos que uso habitualmente fuera sólo el coste real de esos servicios y que no se incrementara hasta el infinito porque los gobiernos mantienen esa cierta connivencia con las empresas suministradoras de esos servicios. Hablo de la factura eléctrica, en la que seguimos subvencionando la producción de carbón nacional o sufragando los costes de transición a la competencia de las empresas energéticas. Hablo del precio de la gasolina, atado por la falta de un mercado abierto de verdad, en el que el productor, el intermediario y el vendedor final es el mismo actor en muchas ocasiones. Y atado también porque los gobiernos necesitan exprimir con impuestos la venta de carburantes para pagar parte del gasto público, también el superfluo.

Me gustaría que los poderes públicos no se aliaran con los intereses de sectores que se niegan a innovar para entorpecer el desarrollo empresarial y, por tanto, social. Hablo de internet y del mundo asociado a las nuevas tecnologías en el transporte, en el turismo, en la banca, en el comercio, en la educación, en el entretenimiento, en los medios...

Me gustaría poder elegir para mis hijos una educación de calidad de acuerdo con mi visión de la sociedad, incluyendo el uso de la lengua. Hablo de evitar el adoctrinamiento, de terminar con el cambio de planes cada vez que un partido llega al Gobierno. Hablo de introducir competencia en la enseñanza obligatoria para estimular a todos los implicados, con el fin de que a los buenos les vaya mejor y los malos espabilen. Hablo de gestionar la universidad pública con criterios de mercado, recompensando a sus responsables cuando lo hacen bien. Entiendo por hacerlo bien formar a profesionales cualificados, capaces de trabajar en cualquier parte del mundo y apoyar la innovación empresarial. ¿Nunca se han preguntado por qué no hay ninguna universidad española entre las cien primeras del mundo y, en cambio, nuestras escuelas de negocios se sitúan año tras año entre las veinte mejores del planeta?

Buena parte de esto se resume en una frase: que la política no meta las narices más allá de donde debe hacerlo. Que cree las condiciones legales para que nadie juegue con ventaja y para proteger al ciudadano ante los abusos y, después, que deje hacer. No es fácil. Hagan la lista de los asuntos cotidianos en los que la política está metida hasta las cejas sin necesidad y verán. A tenor de la experiencia vivida en España con lo público -las cajas de ahorros son el mejor ejemplo- no entiendo a los supuestos regeneradores que aportan para ello la receta de más Estado, que en la práctica se traduce en más Gobierno. Para mí, ésa será la piedra de toque de la nueva política que dicen que llega tras el 20-D.


Vicente Lozano

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